Trump y el ‘impeachment’

Donald Trump se asomó anoche al abismo del impeachment , un juicio político que todo presidente de Estados Unidos preferiría eludir, puesto que puede terminar con su desalojo de la Casa Blanca. La Cámara de Representantes, dominada por los demócratas, votó sobre el impeachment de Trump, objeto de dos claras acusaciones: en primer lugar, abusar de su poder presionando al presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, y reteniendo inversiones americanas en aquel país hasta que se le facilitara información comprometedora para el demócrata Joe Biden, posible rival suyo en las elecciones de ­noviembre del 2020; y, en segundo lugar, obstaculizar la consiguiente investigación de la Cámara de Representantes, al impedir que algunos cargos de su Administración testificaran y negándose a entregar la documentación oficial que se le solicitaba. Según Nancy Pelosi, la demócrata que preside la Cámara de Representantes, Trump habría traicionado su juramento presidencial, así como la seguridad nacional y la integridad del proceso electoral. Según otros portavoces demócratas, este proceso de impeachment era poco menos que un imperativo moral y político para frenar a un presidente que cree posible jugar saltándose las reglas del juego.

Ahora bien, la suerte del impeachment no depende de la Cámara de Representantes, de mayoría demócrata, que se limita a lanzarlo, sino de un Senado de mayoría republicana donde necesitaría un improbable apoyo de dos tercios.

La política y la sociedad norteamericanas se han dividido ante el proceso político al presidente

El desenlace de esta historia está todavía por escribir. Pero sus consecuencias hasta hoy son manifiestas. La principal quizá sea que ha desvelado una profunda división política de la sociedad norteamericana. El primer proceso de impeachment data de 1868, cuando el presidente Andrew Johnson, que sucedió al asesinado Abraham Lincoln, y era un supremacista partidario del asesinato de sus enemigos políticos, fue sometido a este proceso, logrando librarse del mismo en el Senado por un ajustado margen. El segundo fue el de Bill Clinton, acusado en 1998 de mentir ante un Gran Jurado sobre su relación sexual con Monica Lewinsky, y luego exonerado en la Cámara Alta. El único presidente que ha perdido su cargo ha sido Richard Nixon, pero no porque fuera depuesto, sino porque dimitió presionado por sus correligionarios, cuando advirtió en 1974 que sus posibilidades de mantenerse en la Casa Blanca eran limitadas. Entonces, hubo deserciones en las filas republicanas que ayudaron a echar a Nixon. Ahora los republicanos han cerrado filas con Trump. Esta división patente en las altas esferas representativas tiene su correlato popular. Una reciente encuesta concede el 49% a los partidarios de echar a Trump, y el 46% a sus defensores.

La actual situación nos dice también que el sistema funciona en Estados Unidos: la pretensión de Trump de hacer y deshacer a placer en su desempeño como presidente choca con diques legales. “El orden protege la libertad, y la libertad protege el orden”, recordaba ayer William Webster, exdirector del FBI y la CIA, en un artículo de The New York Times muy crítico con un presidente que intenta burlar la ley reiteradamente.

El sistema político resiste en Estados Unidos, aunque afectado por los ataques de Trump, que anteayer acusó a la Cámara de Representantes de estar “en guerra con la democracia”, cuando es él su principal amenaza. Pero no es fácil predecir qué frutos dará este proceso. Como apuntábamos antes, es difícil que se complete, dada la mayoría republicana en el Senado. Incluso hay quien afirma que Trump puede salir reforzado del envite en puertas de la campaña electoral del 2020. Pero no cabe descartar que en el transcurso de los próximos meses afloren nuevas trapacerías del presidente –algo incluso probable, visto su historial– y que las pruebas acaben provocando deserciones suficientes en sus filas republicanas.

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